viernes, 3 de agosto de 2007


Catorce tesis sobre la religión maya
Miguel RIVERA DORADO
Universidad Complutense de Madrid
Departamento de Historia de América II (Antropología de América)
mrivera@ghis.ucm.es
Recibido: 3 de mayo de 2004
Aceptado: 30 de junio de 2004
RESUMEN
Después de la publicación del libro de Claude-François Baudez Une histoire de la religion des Mayas, parece
conveniente discutir algunas de las premisas básicas sobre las que se ha sustentado hasta el día de hoy el
discurso relativo a las viejas creencias de esta civilización mesoamericana. Mi intención en el presente ensayo
ha sido poner de manifiesto, comentando el interesante trabajo del investigador francés, las dudas, las
limitaciones y las escasas certidumbres que constituyen el bagaje de todos aquellos que pretenden levantar el
espeso velo que cubre todavía ese aspecto fundamental del pensamiento de los antiguos mayas.
Palabras clave: Religión maya, Claude Baudez, historia de las religiones.
Fourteen theses about Maya religion
ABSTRACT
After the publication of the Claude-François Baudez’s book Une histoire de la religion des Mayas, my belief
is that we need an extensive commentary on basic questions about the Maya religion. Here is an attempt in
this way; many of the ideas now expressed are the nucleus of my own work on the matter along the last
twenty years.
Key words: Maya religion, Claude Baudez, history of religions.
SUMARIO: 1. Los grandes temas. 2. ¿Cambio o inmutabilidad? 3. La poderosa naturaleza. 4. Religión y
política. 5. ¿Dónde están los dioses? 6. El papel de los reyes. 7. El camino de la expresión artística. 8. La
acción ritual. 9. La religión del tiempo. 10. El Otro Mundo. 11. Religión y escritura. 12. Los pilares de la religión.
13. Las voces de los antepasados. 14. Los sacerdotes invisibles. 15. El ritual de la palabra. 16. Referencias
bibliográficas.
1. Los grandes temas
En el año 2002 apareció en Francia el libro de Claude-François Baudez Une histoire
de la religion des mayas; en él se abordan en profundidad algunas de las cuestiones
fundamentales de ese denso, equívoco y enmarañado campo de estudios que
llamamos la religión maya. Baudez parte de un planteamiento original; en lugar de
intentar una síntesis de todos los datos e hipótesis que se pueden manejar, aborda la
religión antigua de una manera histórico-evolutiva. Procura no extrapolar información
colonial o etnográfica al pasado, sino que hace hablar a los materiales arqueológicos,
apuntalando, eso sí, sus muchas limitaciones e inconsistencias con genera-
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lidades mesoamericanas y postulados aparentemente indiscutibles respecto al
«carácter» de la civilización maya. Luego de una larga introducción dedica el grueso
de la obra a la religión clásica, dividida en tres apartados: los lugares, las creencias
y los ritos. A continuación trata el momento transicional constituido, a su parecer,
por Chichén Itzá, para finalizar con la información postclásica, a la que ya se
puede superponer el testimonio de los cronistas españoles. La perspectiva utilizada
por Baudez modifica a priori los resultados que otros autores (Thompson 1970;
Rivera 1986a, por ejemplo) han obtenido en sus respectivos estudios generales, pero
es quizá más sugestivo el que Baudez da por sentadas unas cuantas premisas respecto
al mencionado «carácter» de la religión maya que trastocan violentamente mucho
de lo que se pensaba en Europa y América anteriormente. Ya el subtitulo del libro es
revelador: «Del panteísmo al panteón», y muestra el hilo conductor de las casi quinientas
páginas de texto. De entre las muchas cuestiones allí planteadas yo he elegido
para esta ocasión las que considero auténticamente sustanciales, y las he insertado
en algunas de las catorce tesis que constituyen una síntesis de mi pensamiento al
respecto, y cuya enunciación me permitirá un debate holgado y, esperémoslo, provechoso.
Esas tesis son las siguientes:
1. La religión maya fue tradicionalista, estable, y mantuvo sin grandes cambios
las ideas, los mitos de los que se desprendían esas ideas, los ritos y las expresiones
artísticas religiosas a lo largo de los siglos.
2. La religión maya fue naturalista antes que inconcreta, se inspiró en el medio
tropical y se proyectó hacia el universo perceptible y no perceptible incorporando
sobre todo elementos procedentes del ámbito celestial.
3. La religión maya fue eminentemente política, estuvo al servicio del sistema de
relaciones sociales de una comunidad muy estratificada. En tal contexto, el culto a
los antepasados jugó un papel crucial.
4. La religión maya fue una mezcla de animismo y teísmo. Desde el período
Clásico puede comprobarse un politeísmo consistente.
5. La religión maya estuvo dirigida por los miembros de los linajes reales.
Respaldaba la figura del k’ul ahau y éste se entregaba por completo a la doctrina, en
sus significados profundos —algunos de los cuales le atañían directamente—, en la
teoría y en la práctica.
6. La religión maya descansaba en el arte, en la expresión. El verdadero libro
sagrado de los mayas es la ciudad y su arquitectura, la iconografía de sus monumentos
y el simbolismo de los colores.
7. La religión maya era fuertemente ritualista. La abundancia y esplendor de los
ritos eran la condición de su aceptación y de su continuidad.
8. La religión maya se enmarcaba en el transcurso del tiempo. Es decir, la filosofía
del tiempo era el núcleo de todas las doctrinas religiosas y el soporte visible o
invisible de las ideas y los ritos.
9. La religión maya otorgaba una especial importancia a la indagación sobre un
mundo paralelo al de los humanos, situado en parte bajo la superficie de la tierra, en
el que residían temporal o permanentemente los difuntos y los dioses.
10. La religión maya utilizaba la escritura jeroglífica para registrar y conservar
fragmentos escogidos de la doctrina. Además, los signos de escritura eran en sí mis-
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mos, bajo determinadas circunstancias, poderosos talismanes y vehículos de comunicación
con el Otro Mundo.
11. La religión de los mayas estaba teñida de ideas y de procedimientos relacionados
con la magia, la adivinación y la profecía.
12. La religión maya colocaba en lugar preferente la práctica de la nigromancia.
13. El clero maya que oficiaba en las ceremonias más importantes estaba incorporado
al estrato de la nobleza, siendo sus máximos exponentes miembros del linaje
real.
14. El ritual de la palabra, la expresión verbal, la manipulación de las ideas transmitidas
oralmente, formaban la primera instancia de la acción religiosa. Conjuros,
exhortaciones, plegarias, fórmulas, impetraciones y sortilegios, cuentos y leyendas,
constituyen una vasta literatura religiosa de especial relevancia.
La civilización maya surgió en el período Preclásico, hacia el 500 a.C. Por esta
razón yo he sugerido que se retrase hasta ese momento el comienzo del Clásico
(Rivera 2003) y que ese lapso, entre el siglo V a.C. y el siglo III d.C., cuando aparecen
definitivamente las estelas con figuras reales y fechas de Serie Inicial, sea llamado
Clásico Predinástico. Los mayas, en aparente paradoja, se abocan al gigantismo
arquitectónico en aquellos tiempos iniciales. No es ése un rasgo infrecuente, lo
mismo ocurre, por ejemplo, en la cultura de Teotihuacán y en el antiguo Egipto,
donde las más grandes construcciones son también casi las más antiguas. Se debe
probablemente a la necesidad de impulsar la integración social de poblaciones que
inician un camino difícil hacia la evolución política y económica acelerada; nuevos
sistemas de poder, más centralizados, nacimiento de las clases sociales, concentración
de las poblaciones, control de amplios territorios, consolidación de una identidad
grupal no basada principalmente en el parentesco, normas de tributación y de
reglamentación de la producción, todo ello exige la extensión de un común cuerpo
de creencias y grandes obras que lo afiancen y que favorezcan la cooperación y la
solidaridad, magnificando simultáneamente a las jóvenes entidades políticas y a sus
gobernantes.
En la larga introducción de su libro Baudez se refiere a algunas cuestiones metodológicas
de importancia. Su postura es de escepticismo: muchas fuentes iconográficas
imprescindibles son de poco valor por el desconocimiento de su contexto
arqueológico, son piezas que proceden a menudo del saqueo; los epigrafistas avanzan
muy lentamente en el desciframiento de los glifos, sus interpretaciones son cambiantes
o múltiples, y los textos que leen aportan más oscuridad que claridad al
panorama de las creencias mayas. Todo ello es bastante cierto, pero yo no soy partidario
de esperar a que existan secuencias iconográficas completas en el registro
arqueológico, o conjuntos de temas artísticos, o lecturas incontestables de las inscripciones.
Creo que tratando de verificar o refutar buenas hipótesis, aunque se
basen en un material escaso, incluso en una sola escena, en una sola frase, se hace
avanzar la investigación. Para mí la cerámica, aun de procedencia dudosa, siempre
que no sea falsificada, es la fuente iconográfica principal para el estudio de la religión
del período Clásico, se complementa además con la escultura y la pintura
mural, pero es mucho más rica en cantidad y en variedad que éstas. Pienso que el
soporte escogido por los mayas indica una faceta particular de su pensamiento reli-
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gioso: la escultura trata sobre todo las cuestiones dinástico-políticas enmarcadas en
las ideas cosmológicas o mitológicas; la cerámica se especializa en los relatos que
tienen que ver con el inframundo, su origen, ubicación, composición y vinculaciones.
De la pintura mural tenemos muy escasos ejemplos y es por tanto muy difícil
sacar conclusiones, pero está más cerca en su temática a la escultura que a la cerámica.
2. ¿Cambio o inmutabilidad?
El principal argumento metodológico de Baudez —que se convierte también
necesariamente en un planteamiento teórico— es que no se puede concebir la religión
maya como uniforme, constante e inalterable a lo largo de dos mil años de civilización
antigua en las Tierras Bajas. Es una posición rotundamente contraria a la de
Thompson por su radicalidad; para Baudez el uso de las fuentes coloniales o etnográficas
sólo estaría parcialmente justificado en el estudio de la cultura del siglo
anterior a la conquista española.
Hace años que abordé yo esa cuestión para resaltar especialmente las aportaciones
de los inmigrantes mexicanos y los cambios acaecidos como consecuencia de la
atomización política del Postclásico Tardío, y del derrumbe precedente de las
monarquías divinas (Rivera 1986). No se puede negar el cambio experimentado por
la religión maya, consecuentemente, en el Postclásico, pero fue debido en gran
medida a esas aportaciones foráneas. Otra cosa muy distinta son los mil años anteriores,
donde la continuidad y el conservadurismo parecen mucho mayores, una vez
que las doctrinas teotihuacanas fueron debidamente asimiladas en el cuerpo general
que se había constituido sobre la tradición olmeca. Incluso en la época tardía, pienso
yo, a partir del siglo VIII, y junto a las novedades introducidas por los grupos
«mexicanos» o mexicanizados de zoques, chontales, toltecas y chichimecas varios,
permanecen numerosas creencias y prácticas rituales originadas siglos antes.
Al final de la introducción de su libro, Baudez aborda extensamente esta cuestión
al socaire de la crítica a la escuela norteamericana agrupada alrededor de los trabajos
y las personalidades de Schele, Freidel, Miller y Taube. Su referente máximo es
Kubler, quien escribió en 1969 que «el culto maya era utilitario y pluralista, y tenía
como objetivo mantener el orden natural y social antes que satisfacer las pulsiones
trascendentales, como en la religión mexicana» (Kubler 1969, citado por Baudez
2002: 67). Me pregunto de inmediato si no ha sido precisamente ése el fin de todas
las grandes religiones de la Antigüedad: mantener el orden natural y social. Lo del
culto utilitario y pluralista, aunque no queda muy claro su significado, también se
puede decir de la mayoría de los sistemas religiosos hasta la actualidad. El problema
más importante, a mi parecer, es el de la «disyunción» panofskiana que señala
los cambios a lo largo del tiempo en las correspondencias entre forma y sentido.
Baudez da por sentado que ese principio teórico se puede aplicar con toda seguridad
al caso maya y que, por tanto, aunque se hubieran conservado algunas formas iguales
o parecidas durante más de mil años, el sentido tendría que haber cambiado necesaria
y sustancialmente. Para mí el mejor parangón es de nuevo el antiguo Egipto: si
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tal «disyunción» se puede probar sólidamente en los mil años que van, por ejemplo,
del reinado de Ramsés II a la era de los Ptolomeos, podría haber sucedido lo mismo
en el área maya, donde la influencia mexicana se correspondería con la influencia
griega en el valle del Nilo.
3. La poderosa naturaleza
Pocas civilizaciones del pasado han surgido y han perdurado en un medio tan
manifiestamente hostil como el de la selva tropical húmeda en donde se desarrolló
a lo largo de dos mil años la refinada cultura maya. Por supuesto, la interacción
necesaria y constante con ese medio imprimió una profunda huella en las realizaciones
materiales y espirituales de aquella sociedad. Algo he dicho yo mismo al respecto
en relación con el arte yucateco (Rivera 2002), pero las verdaderas raíces de la
influencia ambiental en las distintas facetas de la vida deben buscarse en el pensamiento
religioso. Al igual que sucedía, por ejemplo, en la antigua Grecia, o entre los
celtas de las Islas Británicas, flores, plantas y árboles, animales y fenómenos meteorológicos
pueblan las creencias y los ritos del Mayab. En el antiguo Egipto la topografía
del mundo de los muertos formaba una imagen especular del mundo tal y
como las gentes lo conocían, un valle con un gran río cruzado por el sol en su viaje
nocturno bajo la tierra (Wilkinson 2003: 71); lo mismo se podría decir del Xibalbá
de los mayas. No se trata estrictamente de una religiosidad naturalista a la manera
de los cultos animistas africanos o del Mediterráneo europeo de la Edad de Bronce,
sino de un empeño por simbolizar a través de la naturaleza los valores, las inquietudes
y los miedos de una sociedad permanentemente amenazada; y, lógicamente, su
corolario: de las leyes naturales se desprende el plan divino de la creación. Para los
mayas, inmersos en un asfixiante mar vegetal y sometidos a numerosas y terribles
fuerzas ocultas en la tierra y en el cielo, los grandes conceptos religiosos, el sentido
de la vida, la percepción de la realidad, los límites de lo trascendente, las facetas de
la supervivencia, todo se teñía de la experiencia del entorno. Algo parecido se podría
decir de los aztecas del altiplano, hostigados continuamente por los volcanes y los
seísmos. En las Tierras Bajas, la exuberancia de vida y el raudal de muerte que
caracterizan el bosque tropical afectó plenamente las ideas sobre el significado de la
existencia. Lo sagrado llegó a ser equiparado con la fuerza fecundante y regeneradora
que rige el cosmos. La energía «biocósmica» recorría los seres y las cosas, los
penetraba y los dotaba de entidad, y su medida era el factor determinante de la categoría
de cada elemento creado, los dioses la poseían en abundancia, los hombres
algo menos, y así los animales, las plantas, los astros, las montañas, los ríos, los
minerales o las nubes. Esa energía se gastaba y debía ser repuesta de una u otra
manera según la actividad a que estaba destinado cada uno de tales elementos y su
posición en el diseño del universo. Los dioses, que tenían una responsabilidad máxima
en la conservación del mundo, en su orden y su funcionamiento, necesitaban
grandes dosis de esa vida esencial, que aportaban los humanos mediante la ofrenda
de su sangre.
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Otra manera en que la naturaleza influye en la religión maya es de carácter eminentemente
representativo. La representación del universo se ajusta a los modelos
topográficos y geológicos de la península de Yucatán. Claude Baudez dedica un
notable espacio en su libro a la importancia de las cuevas en la religiosidad maya,
hecho que pone en conexión con las prácticas olmecas sugeridas por el arte del período
Formativo. De ahí se desprende la magnitud iconográfica del llamado monstruo
de la tierra, la utilización de esa imagen en la fachada de numerosos templos y su
trascendencia en el ritual. Es decir, la idea maya del mundo nace de la observación
de los tres niveles de su medio: el subsuelo peninsular, al que se accede por las abundantes
cavernas de la región, y que se aparece detrás del agua o se imagina localizado
debajo del manto freático; la superficie de la tierra, rugosa y permeable y cubierta
de vegetación; y el cielo por el que se mueven las nubes de lluvia y los astros, en
donde se producen las tormentas y la luz y el calor. No cabe duda de que el nivel al
que los mayas dedicaron mayor atención fue el del inframundo, lugar del que brotaba
literalmente la vida —el maíz que alimentaba a las gentes— y que albergaba además
a los muertos. Por ello es muy razonable la hipótesis de que la mayor parte de
los templos teratomorfos son una representación del interior de la tierra; otra cosa es
juzgar que cualquier fachada con mascarones, o «zoomorfa integral», remite al
carácter telúrico de una parte de la simbología arquitectónica. No lo creo, por ejemplo,
de numerosos edificios del Puuc, primero porque muchos se incluyen tipológicamente
en la categoría palaciega, pero además porque dudo que todos los mascarones
llamados de Chac representen al monstruo de la tierra, pues es tal su variedad
formal que no resulta lógico suponer una única atribución. El propio Baudez, que
opina que los mascarones del Puuc no representan al dios postclásico Chac sino al
monstruo telúrico clásico, argumenta en el capítulo dedicado a la religión de los últimos
siglos de los mayas independientes (2002: 366 y nota 7) que Chac parece ser un
dios relacionado con la fertilidad de la tierra, por tanto lo mismo que Tláloc; ambos
están desde luego relacionados con la fuerza genésica que se encuentra en la dimensión
subterránea, con las tormentas, con las nubes y con el agua de lluvia, con la
unión, en definitiva, del cielo y de la tierra, que es el principio creador de la vida.
Baudez afirma en la página 374 de su libro que «B parece haber tomado sus atributos
y sus funciones de las imágenes de la tierra de la época clásica». ¿Por qué no
reconocer entonces a B, o a alguna de sus manifestaciones, en muchos de los célebres
mascarones yucatecos? Lo que aquí nos importa más ahora, empero, es subrayar
cómo se produce la teología maya en permanente reflexión sobre la naturaleza
desbordante, y a menudo hostil, característica de las tierras bajas tropicales. La tortuosa
elaboración que se aprecia en la iconografía y la epigrafía —y en los mitos tardíos—
respecto a los dioses, no oculta ni por un instante los orígenes naturales de
los personajes ni la constante interacción que, en su culto y en sus representaciones,
se da con el mundo físico y los fenómenos presentes en él.
En cuanto a las numerosas hipótesis nuevas sobre cosmología maya que los norteamericanos
han propuesto desde la publicación del influyente catálogo titulado
The Blood of Kings (Schele y Miller 1986), Claude Baudez muestra un lúcido escepticismo,
de hecho ni siquiera hace mención del famoso libro de Schele, Freidel y
Parker Maya Cosmos, que para algunos constituye un hito en los estudios sobre
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mitología maya. Con esa omisión, creo que Baudez reconduce el problema hacia los
verdaderos motivos de la incertidumbre: la escasez de información y la poca confianza
que merece la mayoría de los textos sobre tales cuestiones —escasos ya de
por sí— que los epigrafistas han descifrado. Yo estoy seguro, no obstante, de que las
inscripciones nos reservan importantes sorpresas, y que son insustituibles para
empezar a comprender de verdad la religión clásica, pero el desciframiento aún
camina con andaderas, y en asuntos tan complicados la fragmentación del material
y las dudas de los expertos son otros obvios factores de recelo. De lo que no cabe
duda es de que: «En los estados mesoamericanos la estructura del cosmos daba el
poder y distribuía las funciones entre los gobernantes, dividía el territorio dominado,
se proyectaba en la composición de las ciudades y ordenaba los procesos administrativos.
Así se construyeron impresionantes aparatos de poder. Ante ellos, cualquier
contestatario quedaba manchado por el sacrilegio» (López Austin 1990: 247).
Para los mayas, además, cosmología y teología eran casi conceptos equivalentes.
4. Religión y política
No es ninguna novedad que un sistema de creencias, con su expresión formal institucionalizada,
sustente el correspondiente sistema de poder en tal o cual sociedad
antigua. Ha ocurrido de manera regular a lo largo de la historia y sucede incluso en
las colectividades modernas. La alianza entre «iglesia» y «gobierno», o la connivencia
de los intérpretes de la fe sobrenatural con los que detentan el poder político, o
también, y más sutilmente, la cobertura ideológica que la jerarquía obtiene de la doctrina
religiosa, son situaciones reiteradas tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo.
Y los mayas no fueron una excepción. El único matiz que vale la pena resaltar es que
en el área maya la unión entre los dos ámbitos fue tan estrecha que es muy difícil
deslindar en las investigaciones lo que pertenece a la política religiosa impulsada o
protagonizada por el propio estado y lo que forma parte de la religión como tal o del
abrigo que las autoridades reciben del clero y de la teología. Los reyes tienen carácter
divino y parecen a menudo sumos sacerdotes, los linajes reales desempeñan tareas
relacionadas con la religión, no hay solución de continuidad entre templos y palacios,
los símbolos son intercambiables.
Ya he mencionado que una de las conclusiones de Baudez en su libro es que la
religión maya no es monolítica y que ha evolucionado a medida que se han modificado
las condiciones políticas y sociales. En el Clásico son para él el rey y sus antepasados
los que monopolizan la expresión religiosa, y por ello insiste en que no
parece que existan templos dedicados a divinidades (Baudez 2002: 425), sino que
muchos estarían dedicados precisamente a la gloria de los monarcas, o simplemente
a su culto. La figuración del universo y del mundo sobrenatural no es más que un
decorado que acompaña al rey para darle una dimensión cósmica. Las criaturas
sobrenaturales son imágenes emblemáticas de fuerzas cósmicas o de personajes de
los mitos, y son esas imágenes y esos personajes los que se convierten en dioses en
el Postclásico Tardío. Pero estas opiniones de Baudez no dejan de encubrir una
importante contradicción en la teoría: la enorme proyección social de los reyes y la
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profundidad de su envoltura ideológica se aviene mal con un sistema de creencias
de tipo animista o preteísta, no hay otros casos parangonables. Y la relevancia de la
arquitectura, y su desarrollo en monumentalidad y representatividad, sirve por igual
al rey que a los dioses.
Comparto con Baudez plenamente la idea de que los centros ceremoniales de las
ciudades mayas eran por lo general grandes representaciones cósmicas que servían
de escenario para una dramaturgia mítico-religiosa de carácter claramente político
(véase Rivera 2001), deambulaciones, danzas, procesiones, juegos, sacrificios, por
la que se intentaba mantener la existencia del mundo tal y como estaba ejemplificado
en el propio orden social al que pertenecían los participantes. En esa mise en
scène el rey maya tenía un papel principal, y de ahí su indiscutible poder y la licitud
de su autoridad.
Baudez tiene razón cuando trata de conducir las cuestiones básicas del estudio de
la religión maya al ámbito del urbanismo y la arquitectura. Ese protagonismo testimonial
tiene que ver, desde luego, con la inconsistencia de la información iconográfica
y la incertidumbre en cuanto a la epigráfica, pero también con la hipótesis básica
de que la interpretación de los espacios urbanos, considerados sagrados por su
función o por su significado, conduce al descubrimiento de la cosmovisión, y que el
pensamiento cosmológico era el meollo del pensamiento religioso. La arquitectura,
precisamente por su carácter abstracto y por su monumentalidad, revela de manera
plausible el código de las formas y los volúmenes, y ese código es siempre político
en su origen.
El rey maya, no cabe duda, era considerado un dios —o un ser estrechamente relacionado
con los dioses— en el período Clásico, y muchas de las manifestaciones
culturales giran en torno a esa percepción, pues la sociedad se sentía afianzada y
segura cuanto más sagrado fuera su gobernante y más excelso el culto que se le rindiera.
Pero la sacralidad del soberano, que era un factor crucial de integración y
cohesión sociales, descansaba a su vez en una doctrina religiosa con tres pilares fundamentales:
el politeísmo, la cosmología y la cronología.
Dada la importancia del parentesco en el orden social maya no es raro que el culto
a los antepasados tuviera especial significación. Ese culto, bien documentado etnohistóricamente,
reposa en cierta medida en unos seres sobrenaturales que se denominan,
al parecer, wayob. Citados y representados, sobre todo, en la cerámica polícroma,
los wayob vienen a ser la faceta divina de los antepasados fundadores de los
linajes, sus espíritus sagrados, residentes en lugares especiales y claramente relacionados
con las ciudades cabeceras de los reinos clásicos. Parece que hay una mitología
específica vinculada a tales «co-esencias», relatos todavía incomprensibles pero
presentes en las escenas de la cerámica y en las referencias de algunas inscripciones
(véase, por ejemplo, Calvin 1997). Como es obvio, esas figuras refuerzan las legitimidades
dinásticas, la cohesión grupal y la identidad colectiva, tienen una plena función
política y social, y seguramente eran usadas en la religión maya como nexo
entre el mundo de los vivos y el Otro Mundo, el mundo histórico y el mundo mitológico.
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5. ¿Dónde están los dioses?
La división y oposición cuerpo-alma es una consecuencia lógica de la cadena de
oposiciones del sistema de pensamiento dual. La primera y más inmediata de ellas
fue sin duda hombre-mujer, luego quizás día-noche y luz-oscuridad. El cuerpo y el
alma encerraban en sí otras dos oposiciones fundamentales: visible-invisible y perecedero-
inmortal. Con esa secuencia se estableció en el Mayab una arraigada creencia
en espíritus y fuerzas que animaban, y daban la existencia, a lo aparentemente
inanimado. Esta división en cuerpo-alma, evidentemente, pudo ser la causa de la
presencia de los dos polos bien-mal, salud-enfermedad y dicha-dolor, incluso de
vida-muerte. Así se explicaban la ambivalencia del ser humano y su intrincada y
polifacética relación con la naturaleza toda.
Me parece incuestionable que la afirmación de Kubler (1969) de que no se puede
reconocer un conjunto definido de divinidades en el arte clásico equivalente a la
treintena de seres divinos identificados en los códices postclásicos, es, considerada
hoy, casi 35 años después, totalmente errónea. Cuando Kubler escribía no se sabía
casi nada de la cerámica escenográfica, Michael Coe no había publicado aún las
colecciones que se presentarían en la célebre exposición del Club Grolier (Coe
1973) y, por supuesto, la epigrafía estaba en sus balbucientes inicios. Si en el
Postclásico están los códices como primera fuente para el estudio del panteón maya,
en el Clásico están las cerámicas policromadas, donde son representadas decenas de
figuras que pueden identificarse como un variado olimpo maya. Cambia el soporte,
no las intenciones ni el discurso último, que es la visión del mundo sobrenatural, del
Otro Mundo. En los códices se habla de los dioses en un contexto astronómico,
calendárico y ritual; en las cerámicas el énfasis se pone en los mitos cosmogónicos
y en el ámbito subterráneo. Si rechazamos abiertamente la singularidad que supone
una civilización maya sin guerras ni reyes, como proponían los arqueólogos del
tiempo de Morley, por qué vamos a admitir una civilización maya sin dioses, cosa
que resulta todavía más estrambótica. Sería la única en toda la Antigüedad, pues en
el Viejo Mundo no hay un caso así, ni en Mesopotamia, ni en la India, ni en Egipto
ni en el Mediterráneo. El proceso de personificar como seres divinos, a los que rendir
un culto formal, a fenómenos naturales, elementos cosmológicos, héroes de los
mitos, ancestros eximios, fuerzas ocultas o ideas filosóficas, es universal y se produce
siempre allí donde la cultura se desarrolla suficientemente en el terreno político
y social. En la circunstancia maya los dioses son una perfecta cobertura para el
rígido sistema de poder imperante desde antes del comienzo de la Era cristiana, pues
tales creencias son altamente adaptativas en un medio tan hostil como el bosque tropical
lluvioso (véase Rivera 1982: 197-203 y 357-390).
Baudez prefiere no utilizar la palabra dioses para designar a los personajes aparentemente
sobrenaturales representados en el arte maya clásico, porque duda de que
lo sean verdaderamente. En su lugar emplea con frecuencia la frase «criaturas míticas
», que me parece mucho más inexacta dado que no poseemos los mitos de referencia
y ni siquiera sabemos que tales mitos hayan existido, aunque, obviamente,
tanto si son «dioses» como si no llegan a ese estatus, deben de situarse en «historias
» en las que hallen explicación y sentido. Otro de los argumentos de Baudez
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(2002: 197) para poner en duda el carácter «divino» de los personajes grotescos que
se muestran en contextos supuestamente religiosos, es que sus atributos son raramente
exclusivos y que la mayoría son facultativos, es decir, que esas criaturas están
poco individualizadas. Yo no creo que ese argumento sea un criterio válido; los dioses
suelen tener multitud de avatares, de presencias, de manifestaciones, que comportan
distintos atuendos y atributos; así sucede en el hinduismo, lo mismo sucedía
en Egipto o en Grecia, y lo mismo sucede hoy con las numerosas vírgenes y los
numerosos cristos que reciben culto en nuestras ciudades. Otra cosa diferente es que
no tengamos todavía bastante información sobre ellos para debatir sobre su origen y
su función. Dice el autor francés: ¿debemos hablar de dioses, de espíritus, de conceptos?
Probablemente de todo ello a la vez, afirmo yo, puesto que tales categorías
no son en absoluto excluyentes sino complementarias.
Opina Baudez, finalmente, que en el período Clásico no hay templos consagrados
a los dioses, pero lo cierto es que se pueden citar todos aquellos con explícita ornamentación,
en Kohunlich, en Uaxactún, o en Palenque, donde se ve a Kinich Ahau,
al dios L, o a la célebre Tríada. Los «ídolos», con cierta lógica, han desaparecido en
su mayoría, pues muchos debían ser de madera, pero han quedado algunos, en Tikal,
en Copán, o en Oxkintok, y en este último lugar, además de esculturas de IxChel o
Kinich Ahau, había figuras labradas en columnas con toda la apariencia de dioses o
antepasados divinizados (véase Rivera 1991). Desde luego, es innegable que la práctica
postclásica, bien conocida sobre todo en el altiplano mexicano, fue la herencia
de una dilatada tradición y no una costumbre importada a Mesoamérica por los invasores
nahuas. Los cronistas son contundentes sobre ese asunto, los templos mexicanos
estaban dedicados, entre otros, a Tláloc, a Huitzilopochtli o a Quetzalcóatl, y no
hay razón alguna para dudar de que los templos mayas lo estaban a sus homólogos
Chac, Kinich Ahau o Kukulcán.
Ya he dicho que en las cerámicas, a menudo halladas en las estructuras arquitectónicas
de carácter templario, hay decenas de imágenes sagradas que en determinada
proporción pueden ser consideradas divinas, como el dios L, el dios N o el dios
K, entre otras cosas porque son obvios antecedentes de sus homólogos postclásicos.
Ciertamente, casi todas ellas pueden tener una lectura cosmológica, pero eso es comprensible
y sucedía con muchos otros dioses de la Antigüedad, como los griegos.
Los dioses del Viejo Mundo que representan fuerzas del universo son legión, entre
los germanos, los celtas, los romanos, los griegos, los egipcios, los mesopotámicos...
¿por qué los mayas iban a ser una excepción? Baudez viene a decir que en el período
Clásico, puesto que se rinde culto a las fuerzas del universo, no hay dioses, mientras
que en el Postclásico surgen los dioses pero aún permanecen algunos rasgos del
culto cosmológico. A mi modo de ver ésa es una oposición falaz, una división injustificable
a la vista de la historia de las religiones. Zeus fue un dios del cielo tan claramente
como lo fue con toda probabilidad Itzamná, y el egipcio Ra era un dios del
sol como lo era el maya Kinich Ahau. Utilizando la terminología de Assman (1993),
mejor que hablar de politeísmo deberíamos hablar de cosmoteísmo, y siguiendo su
razonamiento llegamos a la lógica conclusión de que, dada la perfecta similitud funcional
de muchos dioses cósmicos de los distintos panteones mesoamericanos, la
comparación de la religión maya con las de las restantes culturas del área está per-
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fectamente justificada y sirve para hacer muy valiosas inferencias. Por supuesto que
una guerra de religiones era impensable en Mesoamérica: nombres, imágenes y formas
de culto de los dioses eran diferentes en cada región, pero la función y el significado
eran básicamente los mismos, por lo que cualquier viajero hubiera podido
identificarse de inmediato con los seres sobrenaturales de los pueblos que consideraba
«los otros».
Cuando Baudez trata, en los capítulos finales de su libro, de la religión postclásica
del norte de la península de Yucatán, se ciñe sin titubeos a lo que otros autores
han hecho habitualmente: utilizar las crónicas españolas y demás información colonial,
y hacer inferencias a partir de los datos procedentes del centro de México. Él
limita la validez de ese procedimiento a los últimos siglos anteriores a la conquista,
pero ahora, tomando como referencia máxima la iconografía de los incensarios Chen
Mul, admite el culto a los dioses y afirma que esos incensarios «testimonian el nacimiento
en la religión maya de un verdadero panteón» (página 339). Mi postura, que
vuelvo a reiterar, es que ese panteón ya existía como tal en el Clásico, entonces con
abundantes imágenes de madera desaparecidas, o reflejado de una manera mucho
más sutil que en otras religiones, a través de signos jeroglíficos y oscuros iconos
inmersos en las escenas de exaltación de los gobernantes. La escasa evidencia de
«ídolos» clásicos —escasa pero no nula— no es prueba del ateismo de los mayas,
como no lo es en el cristianismo protestante ni en el Islam. El hecho mismo de que
esos ídolos postclásicos de arcilla sean incensarios demuestra que la decisión maya
de representar físicamente a sus dioses a partir del 1200 obedeció a una moda localizada
en el ritual, y que no tenía que ver con la necesidad de difundir por medio de
imágenes realistas las ideas teológicas. Un incensario Chen Mul no es muy distinto
conceptualmente a una escultura de Chac Mool, se parece a un cilindro de Palenque,
y tiene lejanas similitudes con una urna zapoteca de Monte Albán. En todo caso,
nada de eso se puede comparar con las tallas de Salzillo, Mena o Martínez
Montañés, ni siquiera con la famosa estatua criselefantina de Zeus en Olimpia o los
relieves de Isis en Filae.
6. El papel de los reyes
No es posible hablar de la religión maya sin mencionar una y otra vez a los gobernantes.
Su papel fue esencial, tanto en lo relativo a la administración de la doctrina
o en la fijación de los principios dogmáticos, como, muy especialmente, en lo tocante
a la actividad ritual. Pero los reyes no estaban fuera del pensamiento religioso para
llevar a cabo sus cometidos, sino que eran, ellos mismos, paradigmas vivientes del
propio cuerpo de creencias. Es decir, no se les puede llamar oficiantes, o propagadores,
o políticamente implicados, solamente, sino que son además la materialización
constante de las ideas fundamentales, las ideas en sí, llevándolo a sus últimas
consecuencias, puesto que son sagrados o divinos, ejercen de demiurgos, actualizan
los actos creadores, cumplen una tarea cosmológica equivalente a la de los dioses
astrales o cronológicos, tienen un manifiesto poder genésico, su movimiento es el
que la doctrina preconiza para el universo y su vida es la vida por definición, son y
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serán antepasados, y cuando mueren revelan el sentido de la muerte y abren el camino
del renacimiento.
El recorrido por el laberinto, presente en el interior de las grutas y en construcciones
como el célebre Satunsat de Oxkintok, es decir, el descenso a los infiernos, es el
rito de iniciación exigido para que el rey maya pueda ser entronizado. Baudez lo
analiza en su libro (págs. 114-129) en referencia a los subterráneos de Palenque.
Esto es así porque el rey debe garantizar el orden cósmico, y los mayas creían que
el secreto de ese orden, o mejor, la batalla contra el caos que lo amenaza, se encuentra
en el mundo inferior. Allí está el complemento del conocimiento que se adquiere
sobre la tierra, absolutamente necesario para que el gobernante gobierne —pues
el término gobernar debe ser entendido entre los mayas precisamente como la administración
y el aval de tal orden, que incluye, desde luego, la sociedad y la naturaleza—,
y allí lo debe ir a buscar. ¿Por qué el secreto del poder real está en el país de
la muerte? Porque en ese lugar se halla también el secreto de la resurrección, es
decir, de la vida, cuyo misterio se desvela con el conocimiento de su antítesis. El
poder omnímodo de los reyes sólo se explica y justifica en el poder correlativo sobre
la capacidad de existir, de todos los seres vivos, de la naturaleza y el cosmos en su
inmensidad. El rey maya se coloca así, en su cualidad divina, en las cosas y más allá
de las cosas y de cualquier contingencia, y es bien sabido que un pensamiento que
pretende enfocar las cosas desde arriba o desde el exterior encierra siempre una
alianza con los muertos.
Toda religión configura su propio tejido social. Los gobernantes del Mayab clásico
dirigían la religión desde los puestos más importantes de la organización del
clero, pero muy especialmente se constituían en motores y objetivos de la acción
religiosa misma, y en credos vivientes. Jugaban a la pelota y protagonizaban los ritos
de efusión de sangre, sacrificaban a los cautivos y se comunicaban con los antepasados.
Bajaban a los infiernos y renacían como la luz en cada amanecer. Se erguían
en las estelas para sostener los cielos y desparramar el sol sobre la superficie de la
tierra, y por ende, soles ellos mismos, estaban en el fluir del tiempo y en el movimiento
del cosmos. Hay numerosas pruebas arqueológicas de que éste era el núcleo
del pensamiento religioso maya, desde los Complejos de Pirámides Gemelas y los
laberintos hasta los murales de Bonampak o las cerámicas polícromas. La etnohistoria
o la etnología, que aportan indicios significativos para entender algunos ritos
prehispánicos, poco nos dicen de unos reyes y unas instituciones desaparecidas
siglos antes de la llegada de los españoles, pero la historia de las religiones ilumina
sin mucho esfuerzo la gran cantidad de información que proporcionan las excavaciones.
7. El camino de la expresión artística
Es un principio compartido por muchos autores que la religión, el arte y la lengua
constituyen las tres vías principales hacia la mentalidad de una sociedad. Para nuestra
fortuna el arte maya es de una riqueza y variedad extraordinarias, y muchos de
sus objetos, sagrados a menudo en sí mismos, tienen como fin la acción religiosa,
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bien transmitiendo la doctrina, exaltando las ideas en las que se fundamenta o, sencillamente,
proporcionando un marco de la mayor dignidad para llevar a cabo el
ritual. En la civilización prehispánica es muy difícil trazar una línea que separe el
arte puesto al servicio del orden político del arte claramente religioso, de hecho la
religión maya era con frecuencia un acto político realizado con medios de carácter
peculiar. Y no sólo porque los reyes eran considerados sagrados, o divinos, y participaban
como oficiantes en ceremonias religiosas, sino debido a la ambivalencia de
la mayoría de las construcciones de las ciudades y de muchísimos de los objetos que
en ellas encuentra la arqueología. Es decir, que una pirámide es un templo pero también
un mausoleo real, o un monumento dinástico, y que desde su cúspide se adoctrinaba
a las masas en los preceptos sociales sancionados por las divinidades. El
valor simbólico de las pirámides-montaña, representaciones del cosmos y vehículos
para la comunicación con el otro mundo, no restaba sentido a su utilización para la
exaltación de los gobernantes y el mantenimiento del orden social establecido.
La iconografía maya es muy complicada y desentrañar sus secretos constituye
todavía un reto que algunos autores encuentran enojoso e incluso improductivo.
Claude Baudez ha hecho fructíferas incursiones en ese campo, en Copán, en
Palenque o en Chichén Itzá, pero en las argumentaciones iconográficas del capítulo
de su libro que trata de las creencias y los ritos (págs. 155 y ss.), como sucedía también
en el capítulo precedente, se manifiesta a veces levemente la sospecha de su circularidad:
identificar un símbolo aislado por el contexto en el que aparece, y más
tarde proponer una interpretación de esa clase de escenas precisamente por la presencia
en ellas del símbolo en cuestión. Es ahí donde se muestra quizás la debilidad
de una reconstrucción del pensamiento religioso de los antiguos mayas que no tenga
en cuenta hoy por hoy los textos jeroglíficos y los textos etnohistóricos. Porque en
algún momento hay que empezar la cadena de las lecturas simbólicas, y es difícil
encontrar ese momento únicamente en las representaciones artísticas, donde existen
muy pocas cosas obvias, y las que lo parecen pueden no serlo tanto. Hay un acuerdo
entre los estudiosos respecto a que el cocodrilo, por ejemplo, simboliza la tierra,
o que un pájaro en lo alto de un relieve puede simbolizar el cielo; tales hipótesis parten
de la observación de esculturas de Izapa o de Palenque, pero un ser alado se
refiere en ocasiones al cielo, en otras es un espíritu, o también un antepasado, o tal
vez el sol, o un mensajero sencillamente, o un guardián, como los ángeles del Viejo
Mundo. Y un cocodrilo es igualmente un símbolo de lluvia en muchas tradiciones,
y en el área maya está asociado a los nenúfares y otros símbolos del inframundo y
puede ser sustituto del jaguar en expresiones ctónicas de diversa clase. En la Biblia
el cocodrilo, con el nombre de Leviatán, se describe como uno de los monstruos del
caos primitivo (Chevalier y Gheerbrant 1986: 312-314). En el arte egipcio la golondrina
es un símbolo del alma, los pájaros dan la bienvenida al sol, y el cocodrilo está
presto a devorar a los que no se pueden «justificar» ante el tribunal de Osiris (véase
Wilkinson 2003). Y otras muchas posibilidades ofrecen figuras como el llamado
cetro-maniquí, que Baudez interpreta como el rayo, o el mismo signo cauac. La
única manera de evitar, o al menos atenuar, las posibles arbitrariedades es dotar de
una sólida estructura lógica a la totalidad del razonamiento, que se debe poder extra-
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polar y ser lo suficientemente amplio y complejo, además de, claro está, plausible y
convincente.
Veamos, por ejemplo, el caso de las imágenes del dios K, llamado con frecuencia
Kauil. No parece una razón suficiente para interpretar al dios K del arte clásico como
la fuerza del rayo el que haya una relación estrecha en la tradición maya entre lámina
de piedra pulimentada y tormenta. La asociación de hachas pulidas o talladas y el
rayo es universal, en España todavía algunos campesinos llaman a las hachas prehistóricas
de sílex que encuentran casualmente en sus tierras «piedras del rayo». Pero
el dios K es mucho más complejo iconográficamente y merece un análisis más
extenso y minucioso: el hacha humea, o es sustituida por una antorcha llameante, y
está clavada en la frente del personaje, quizás a veces clavada en un espejo, y una
pierna del dios, y sólo una, se ha convertido en una serpiente, y es por ahí por donde
lo agarra el gobernante que enarbola el cetro, y hay plumas en el tocado y en la serpiente,
y la nariz del supuesto Kauil parece en ocasiones un estrafalario vergel. Se
diría que es un ser estrechamente ligado a la realeza y al ejercicio del poder, y que
tiene que ver con los antepasados, con los linajes y con la legitimidad dinástica, un
ser que reside a veces en el inframundo y que guarda algunas semejanzas con Chac
y hasta con Kinich Ahau. Por tanto, ese cetro-maniquí puede simbolizar la fuerza del
rey bajo todos los puntos de vista, el del rayo a la manera del Zeus griego, pero también
el de la trascendental importancia del sistema de sucesión en las cortes clásicas.
Insisto, ¡qué difícil es la interpretación iconográfica en ausencia de textos explícitos!
Todos los que hacemos esa clase de interpretaciones podemos ser rebatidos en
ocasiones sin mucho esfuerzo. Cuando Baudez aborda, en el capítulo dedicado a
Chichén Itzá, los relieves del templo de los Paneles Murales o del templo del Chac
Mool, uno está inclinado a aceptar sus conclusiones porque son razonables y lógicas,
pero en seguida surgen las dudas: algunas imágenes pueden ser reales o mitológicas,
del tiempo de su ejecución o de un pasado histórico, pueden estar involucrados
gobernantes, nobles, sacerdotes, guerreros, héroes legendarios y hasta divinidades.
Pueden ser escenas de la vida cotidiana, del ritual, del mito, de la historia. Así,
por ejemplo, los tres personajes de la figura 2.7 (página 290), que Baudez interpreta
como sacerdotes porque llevan platos «de ofrendas» y un atuendo distinto al
común de los guerreros, pueden ser nobles vestidos para una determinada ceremonia,
o héroes históricos en el momento de encomendarse a los dioses antes de
emprender su misión, o tal vez son seres sobrenaturales antropomorfos como los que
pueblan los códices (a veces también portando ofrendas). Como ya he indicado
antes, el problema de dar por resuelta una atribución particular es que luego se aprovecha
para justificar otras interpretaciones, como la del personaje principal del templo
Norte del Gran Juego de Pelota, al que se califica de sacerdote debido a su vestido
semejante al de los individuos del templo del Chac Mool. Yo creo que una figura
irrefutable de sacerdote debe contar, en ausencia de los jeroglíficos pertinentes,
con bolsas de copal, cuchillos sacrificiales, pintura negra (?) o algún otro rasgo de
los que mencionan los cronistas coloniales. Aun así es complicado el asunto, porque
no sabemos (aunque lo sospechamos con fundamento) si otros sujetos de la corte o
de la administración del estado, incluyendo por supuesto a las más altas autoridades,
actuaban frecuentemente como oficiantes en los ritos. De los reyes clásicos casi
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podemos estar seguros, los vemos a menudo con atuendo de jugadores de pelota y
en actitud de llevar a cabo otras ceremonias religiosas. Además, en muchas culturas,
y la maya también, los reyes personifican a veces a los dioses o héroes míticos. Todo
ello, consecuentemente, nos lleva a dudar de la identidad, y del rol principal, de cualquier
figura que aparezca en el arte ataviada de una u otra manera y sin referencias
jeroglíficas o contextuales claras.
Las mismas dudas surgen en cuanto a la identidad de los personajes de Chichén
Itzá que aparecen respaldados por una gran serpiente y por un gran disco solar.
¿Capitanes de guerra?, ¿jefes de órdenes militares?, ¿gobernantes en el curso de una
actividad determinada?, ¿antepasados ilustres ubicados en un ámbito dado?, ¿seres
mitológicos o divinidades?, ¿expresiones figurativas de ideas o conceptos políticos,
militares o religiosos? El personaje que aparece con la gran serpiente (icono existente,
por cierto, desde tiempos olmecas) puede ser un famoso guerrero en el templo
inferior de los Jaguares, pero también un sacerdote-sacrificador en el templo superior
del mismo edificio. Aunque la cuestión se resuelve si suponemos, como Baudez,
que la majestuosa serpiente pudo ser solamente un atributo de la calidad o rango del
personaje y no de su identidad concreta nominal o funcional; por ejemplo, los individuos
con gran serpiente detrás serían «importantes» o «principales». Pero quizás
se trata de un símbolo demasiado aparatoso para un significado tan simple, que
usualmente los mayas resolvían con joyas o tocados.
8. La acción ritual
Los ritos persiguen el objetivo de poner orden en el desorden, sea éste la enfermedad,
la ambigüedad (sexual, de edad, social, etc.), la catástrofe o la muerte. El rito
reconstituye el modelo del orden primigenio, obliga a actuar a las fuerzas naturales
o sobrenaturales, repele a las potencias malignas y armoniza los contrarios. El rito
propicia los cambios y facilita la aceptación de nuevas o inesperadas situaciones. El
rito mantiene el orden imperante, lo perpetua, conserva la estructura de la sociedad
y la apariencia y los ritmos del universo entero. Sin ritos los nacidos no serian reconocidos,
las uniones sexuales no serían válidas, los reyes no podrían ser entronizados,
y ni siquiera se materializarían las cosechas, ni se sucederían las estaciones. Los
ritos son los cíclicos contenidos físicos de las parcelas temporales, sin ellos el tiempo
no existe, ni el universo, ni los seres humanos, ni los dioses.
Además, los ritos favorecen extraordinariamente la cohesión social. Cuanto más
centrífugas son las tendencias que una sociedad pone de manifiesto en sus procesos
adaptativos, más necesarias son las acciones que refuercen la unión de las gentes
mediante la expresión colectiva de afinidades culturales, sobre todo de carácter ideológico.
Los ritos suelen combinar de manera perfecta espectáculo, entretenimiento,
misterio, sentimentalismo, por lo que suscitan las más profundas emociones, la
comunión espiritual y de intereses entre los circunstantes, y crean fuertes vínculos
entre personas de muy diversa condición social, y temor, respeto y admiración hacia
aquellos que ofician las ceremonias o detentan el poder.
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A partir de su profundo conocimiento de los ritos prehispánicos de Mesoamérica,
Alfredo López Austin (1998) ha propuesto una extensa clasificación y una atinada
definición de la acción ritual. De los ritos prehispánicos en el Mayab, sin embargo,
apenas tenemos otra información que la muy escasa contenida en las crónicas españolas,
o en los procesos inquisitoriales, relativa sobre todo a los últimos años de la
época postclásica. La etnología, desde luego, nos aproxima a unas ceremonias que
todavía están vivas en algunas comunidades, pero que o bien han sufrido la influencia
del cristianismo o forman parte del legado de aquella parcela de la religiosidad
que podemos denominar folklórica o popular. La aproximación estrictamente
arqueológica a los rituales del pasado es muy difícil cuando no hay material relativamente
explícito, y en bastantes ocasiones es del todo imposible. Pero la única
explicación razonable de muchas de las características de las ciudades mayas es que
fueron concebidas como escenarios grandiosos para las fiestas y celebraciones religiosas
(Rivera 2001). Un ejemplo de la aplicación de una hipótesis adecuada al estudio
de los ritos dinástico-religiosos nos lo ofrece el mismo Claude Baudez cuando,
partiendo de los descubrimientos de un equipo de investigadores españoles en la ciudad
de Oxkintok, interpreta como un rito relacionado con la entronización de los
gobernantes ciertas disposiciones arquitectónicas del Palacio de Palenque (Rivera
1996: 49-59; Baudez 1996 y 2002: 114-122).
Una de las cuestiones más interesantes tiene que ver con la función y el significado
de las omnipresentes pirámides mayas. Nadie vio nunca y nadie describió para
los occidentales las ceremonias que tenían lugar en los santuarios que coronaban
esos majestuosos templos-montaña. Desde luego podemos establecer parangones
con la situación que hallaron los conquistadores en el centro de México, pero también
resulta sugestiva la idea de hacerlo con culturas más alejadas en el tiempo y en
el espacio. Heródoto dice en el siglo V a. C. que en los templos superiores de los
zigurat mesopotámicos —que son formalmente parecidos a las pirámides mayas—
había una gran cama y una mesa de oro, y que allí permanecía una mujer elegida por
la divinidad, que descendía por la noche y dormía en la cama con ella. La prominencia
de un zigurat equivaldría, pues, a la elevación al cielo de las ofrendas destinadas
a los dioses en las manos de los oficiantes. Es decir, el edificio «acerca» la ofrenda
al dios, como si se depositara en lo alto de una montaña, según siguen haciendo hasta
el día de hoy muchos indígenas del altiplano guatemalteco. Tal vez las pirámides
mayas tenían una función y un significado semejantes: eran la montaña primordial,
del origen de los tiempos, y en su cima se llevaba hasta el cielo la ofrenda, la plegaria,
el sacrificio de sangre, el incienso, las palabras impetratorias o execratorias, los
alimentos... Y quizás el dios «descendía» a recogerlas, a comunicarse con los reyes
y los sacerdotes, desde el cielo, como esas figuras de seres descendentes del arte
ornamental de la arquitectura de Quintana Roo o Yucatán. Es posible incluso que la
pirámide se diseñara como una representación del cosmos (cielo, tierra e inframundo)
porque se deseaba desde el primer momento que el santuario fuera un espacio
situado en la dimensión superior, que fuera una parte de ese cielo. Ciertamente, los
mascarones telúricos que adornan algunos de estos edificios hacen pensar en que el
templo constituía una entrada al mundo subterráneo, al igual que las bocas de las
cavernas ubicadas en las faldas de las montañas invitan a penetrar en el laberíntico
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camino al inframundo. Pero no en todos los casos existen esos mascarones, que son
más bien excepcionales, y en otras ocasiones es posible que sean rostros del monstruo
celestial. De modo que un análisis arquitectónico y simbólico autoriza a suponer
al menos en qué dirección iban las ceremonias de las pirámides, que el templo
era una casa provisional para el dios, una caja de ofrendas y un vehículo para los
mensajes, además de una actualización en sí del instante primero de la creación del
mundo. Y un procedimiento parecido se puede emplear con otras estructuras urbanas,
a la manera de Schele y Mathews (1998). Todo ello, y los estudios de iconografía
cerámica, nos llevan a la conclusión de que el ritualismo era un aspecto esencial
de la vida religiosa de los mayas prehispánicos.
Es una pena que Baudez, que describe acertadamente los ritos de sangre postclásicos,
no se extienda en la significación de los sacrificios humanos, tan importantes
en la religiosidad mesoamericana. No creo que se trate solamente del pago de una
deuda que los humanos contraen con los dioses por los favores recibidos (Baudez
2002: 403), sino que el rito descansa en una creencia doble: que los dioses necesitan
un aporte periódico de energía, o sea, que son entidades frágiles, que se debilitan,
inestables, y que la sangre humana —y la fuerza vital impalpable que reside en
ella— es el alimento más conveniente para reponer su fortaleza, lo que convierte a
los hombres en seres de naturaleza muy cercana a la de las potencias sobrenaturales.
La importancia filosófica de estas ideas es enorme, hace del ser vivo sobre la tierra
una pieza clave en el rompecabezas cósmico, lo eleva sobre su precaria existencia
en la selva hostil, le vincula al destino del universo todo, y le otorga una responsabilidad
y una dignidad verdaderamente memorables. Más que un trato de reciprocidad
casi comercial, como parece sugerir Baudez, lo que está en juego es la cabal
continuidad entre lo natural y lo sobrenatural, la ineludible interdependencia entre
los distintos elementos que componen la inmensa estructura del cosmos.
9. La religión del tiempo
Para los mayas la búsqueda del sentido del tiempo fue la búsqueda del sentido de
la vida. Pocas veces se ha dado el fenómeno de una cultura tan obsesionada con la
indagación sobre la incidencia del tiempo en el devenir humano. Claro está que ha
sido universal la inquietud por el transcurso inexorable del tiempo, por la calidad
fasta o nefasta de los períodos, por el significado de los ciclos de nacimiento, desarrollo
y muerte, y por la recurrencia de los días y las estaciones, pero los mayas elevaron
ese pensamiento a la suprema categoría filosófica —si entendemos filosofía
como un sistema de ideas y opiniones sobre el universo y el lugar que ocupa el hombre
en él—, pues equipararon los enigmas del tiempo a los misterios del conocimiento,
y trabajaron denodadamente para desentrañar esos enigmas y así alcanzar una
sabiduría plena. Los seres, las cosas y los acontecimientos, ocurren en el tiempo; si
el tiempo no siempre es igual ¿cuál es la relación entre ese tiempo particular y las
características aparentemente únicas de tal acontecimiento? La conclusión fue que
es la «carga» de cada tiempo la que determina los rasgos finales de las entidades, los
elementos y los hechos, en la tierra y en el cosmos todo, la que otorga forma y sus-
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tancia a cada quién, la que impele los lances de la vida, dibuja los caminos de las
gentes y favorece oficios y ocupaciones.
La tarea de los especialistas fue, pues, acotar las divisiones temporales con la
mayor precisión, y luego investigar sus cargas. Ambas empresas eran muy complicadas,
porque múltiples eran los referentes posibles, sobre todo en el cielo, aunque
no únicamente allí, en los que basar las series de segmentos, las divisiones del continuum
temporal, y porque las cargas sólo se podían averiguar mediante las experiencias
acumuladas del presente y del pasado, la observación paciente de miles de
variables que se entrecruzaban en cada período, y a través de la comunicación con
las fuerzas que poblaban el mundo no perceptible. Todo ello condujo al ejercicio de
la astronomía, al nacimiento de una conciencia histórica y a un excelente discernimiento
respecto a los componentes de la naturaleza y de la sociedad.
Son muy interesantes las necesarias aclaraciones de Baudez (2002) sobre la astronomía
y el calendario, el abuso que se ha hecho de las llamadas «guerras de Venus»
o star wars para designar lo que en principio son solamente conflictos bélicos de
tipo genérico, la confusión frecuente entre astrología y astronomía, los grandes desfases
entre la duración de los ciclos registrados en los monumentos y la duración
verdadera de esos ciclos astronómicos, etcétera. Evidentemente, son las coincidencias
temporales y el valor atribuido a los segmentos cronológicos, la astrología, lo
que entusiasmaba a los mayas, y para esa astrología hacían las observaciones y cálculos
astronómicos, y todo ello conducía al augurio, la predicción o la profecía, pues
lo importante era la adivinación y la magia referidas a lo que tendríamos que llamar,
a falta de otra palabra mejor para la realidad mesoamericana, el destino, el cual, en
suma, poseía multitud de aristas que era imperioso conocer y prevenir. Y en esto,
como Baudez reconoce, no hay apenas diferencias entre el período Clásico y el
Postclásico.
10. El Otro Mundo
Aunque la mayoría de los autores, como yo mismo voy a hacer de inmediato,
identifica el Otro Mundo del pensamiento maya con el reino subterráneo en donde
habitan los muertos, lo cierto es que el concepto abarca una mayor extensión bien
difícil aún de delimitar con la información disponible. ¿De qué estaba hecho ese
Otro Mundo? De poder, sería tal vez la mejor respuesta. Era una dimensión de la realidad
paralela a la de los vivientes, que comprendía, indudablemente, el inframundo,
pero también el reflejo de ese lugar, y sus proyecciones, porque, al igual que el cielo
y la superficie de la tierra están conectados por medio de la luz o de la lluvia, también
lo están el inframundo y el cielo, y el mundo de los hombres, de modo que esas
extensiones, bajo determinadas circunstancias, son igualmente el Otro Mundo, que
puede, por tanto, hallarse lo mismo en las profundidades del abismo acuático que en
la noche estrellada o en un paraje de la maleza. Y el Otro Mundo, además, es no sólo
ubicación sino, quizás muy especialmente, situación, o condición, o disposición, o
composición, es decir, coincidencia de factores, de ciertos factores. De todos modos,
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los mayas, creo yo, hubieran comprendido muy bien el primer principio de los alquimistas:
lo que hay arriba es como lo que hay abajo.
Ya Michael Coe (por ejemplo, 1978) vio con toda lucidez hace años que una parte
sustancial de los testimonios iconográficos y epigráficos de los mayas clásicos estaban
relacionados con el llamado inframundo, el mundo subterráneo, el Xibalbá o
país de los muertos. Y no sólo debido al interés de los miembros de la élite de las
ciudades por sus antepasados (véase McAnany 1995) sino, muy destacadamente,
porque allí se encontraban los secretos del origen del universo y del tiempo, el misterio
de la vida y de la muerte, y allí peregrinaban una y otra vez los grandes astros
del firmamento a los que se debían, lógicamente, todas aquellas cosas, la sucesión
de los días y el calor que permite la vida natural. Allí se encontraban —permanente
u ocasionalmente— los grandes dioses representados en la cerámica polícroma y
allí, en suma, se cocinaba, podríamos decir, el destino de los humanos. De ahí que
los muertos, el tratamiento de los cadáveres, y la relación con los ancestros de los
linajes, fueran aspectos tan relevantes de la cultura, según pone de manifiesto la
arqueología constantemente. Baudez (pág. 250) arremete contra la costumbre de
muchos arqueólogos de relacionar los ajuares funerarios con el papel que había jugado
el difunto en la sociedad. En efecto, numerosos enterramientos mayas han sido
interpretados erróneamente como retrato de las funciones ejercidas por el ocupante
cuando vivía, como expresión de su rango y riqueza, y como muestra de la disponibilidad
de bienes para llevarse al más allá y usarlos u «ofrendarlos». Es una explicación
a menudo demasiado simplista y literal. Tiene razón Baudez cuando afirma
que el valor simbólico y mágico de los ajuares es lo verdaderamente significativo, y
ello, más que una imagen del difunto nos proporciona una idea de lo que los mayas
creían que era necesario hacer para que un muerto gozara de la «vida» de ultratumba,
para que siguiera siendo un elemento clave en la marcha del universo físico y
social. El propósito era dar vida a los muertos y sentido a su tránsito hacia la «otra»
realidad, hacerles parte de los esfuerzos generales por discernir, comprender y mantener,
el orden cósmico y el significado de la constitución de las cosas. Los ajuares
de las sepulturas son un testimonio de la ideología religiosa antes que de la organización
social, por más que ambas dimensiones sean naturalmente inseparables.
11. Religión y escritura
El dibujo, la pictografía, es un modo de aprehensión de los seres y de su esencia,
tan eficaz como el verbo. Hay una magia del dibujo como la hay de la voz. En China
la palabra se dirigía de preferencia a las divinidades del mundo visible y a los antepasados
promovidos a la condición de dioses, todos ellos entes bienhechores; el
escrito, a las potencias punitivas del ámbito telúrico. La escritura tuvo por función
primordial, en la adivinación y las prácticas rituales, la comunicación con los dioses
y con los espíritus. Porque escribir equivale a orar, la inscripción es una plegaria y
un anuncio. El sentido del tiempo maya es retenido en los libros de corteza, los reyes
divinos edifican y afirman su carácter a través de la escritura en estelas y monumentos,
pues los signos establecen los nexos con sus antepasados y con sus futuros des-
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cendientes, reviven los acontecimientos originales y modelan el orden social. La
costumbre maya de las escalinatas jeroglíficas relaciona los actos de subir y de pisar
con la ubicación de ciertos individuos, generalmente difuntos, o con el tratamiento
protocolario a que están idealmente destinados. Sólo en las Tierras Bajas del sureste
de Mesoamérica pudo darse un caso como el del Templo 10L-26 de Copán (véase
Fash 1991: 139-152), donde fueron labrados centenares de bloques de piedra para
formar una majestuosa escalera que se imponía visualmente a la forma geométrica
del basamento en el que estaba inserta, con una larguísima inscripción en las contrahuellas,
cara al espectador, en la que se manifestaba de manera espectacular la vinculación
de la dinastía reinante con la religión tradicional y con los ritos pertinentes.
La escritura es siempre sagrada, por definición, cuando se ocupa de los anales
regios y cuando refleja las transformaciones de ultratumba; registra y expresa un
pensamiento que no es otro que la religión del estado. Con jeroglíficos fijaron los
mayas las solemnes fórmulas del culto dinástico, las letanías de los ritos estacionales
y los intentos de comunicación con las potencias del Otro Mundo. No se ha
encontrado en el Mayab una escritura puramente administrativa o contable, ni los
escribas, al parecer, pusieron nunca su atención en asuntos profanos o triviales
(Rivera 1986a: 216).
Los mayas nos han dejado una ingente cantidad de inscripciones jeroglíficas en
toda clase de soportes materiales, desde la piedra a la concha pasando por el papel,
la madera, la cerámica o el jade. Todas las frases que se han podido leer y traducir
nos hablan de asuntos dinásticos, en sí mismos sagrados, o de cuestiones estrictamente
religiosas. Esto da idea de la importancia de los signos escriturarios en la plasmación
de la política doctrinal, y en la realización de tales ideas en el ritual. Aun
más, es evidente que sin las correspondientes inscripciones no hubiera sido viable el
acto religioso como tal, pues el dibujo de los signos, al igual que las fórmulas que
expresaban, constituían en buena medida el vehículo de esa acción o la materialización
ideal del beneficio buscado. La comunicación, la impetración, la alabanza o la
execración están, por tanto, como ocurría en el antiguo Egipto, en la propia escritura,
cuya modificación, inexactitud o contacto, hacen variar los resultados y suelen
representar peligros imprevisibles.
Y junto a la escritura están siempre las escenas. Escenas de amor y de guerra en
la cerámica griega frente a escenas de poder y de teología en la cerámica maya.
Porque en el Mayab lo más importante es el rey, la corte y la metafísica. De ahí las
equivalencias entre el poder de los reyes y el poder de los dioses, un único concepto
repartido en dos realidades complementarias e interdependientes.
Como sucede en otras culturas, notablemente en algunas de Asia, los mayas utilizaron
de manera extensa el lenguaje no verbal. El catálogo de gestos y posturas del
arte maya es muy largo y apenas se han hecho hasta hoy livianos intentos de clasificación
e interpretación (por ejemplo, Ancona-Ha et al. 2000). Esos signos iconográficos
son equivalentes a las inscripciones e informan detalladamente de la situación
o la actividad que la escena o el personaje representan, de su diálogo con el
resto de los elementos de la composición y del marco en que se desarrolla el pasaje.
Yo diría que para la comprensión adecuada de la religión maya es absolutamente
necesario tenerlos en cuenta.
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12. Los pilares de la religión
Magia, adivinación y profecías, tales son los cruciales apéndices conceptuales del
pensamiento religioso maya. Los textos indígenas coloniales son muy explícitos al
respecto, tanto el Popol Vuh como los Libros de Chilam Balam tienen como hilo
conductor el recurso a la magia, los actos adivinatorios y las recurrentes profecías en
los períodos temporales. No hay ninguna razón para poner en duda su misma vigencia
durante el período Clásico. Es evidente, además, que gran parte de los pasajes de
los códices son augurios, vaticinios, e implícitas prescripciones al respecto. La
importancia en el Popol Vuh de la pareja formada por Ixpiyacoc e Ixmucané se pone
de manifiesto en el hecho de que los dioses creadores recurren a ellos para poder llevar
a cabo la creación, no se les denomina dioses en la narración, sino adivinos, son
llamados para que echen las suertes en relación con el éxito del diseño de seres
humanos preparado por los formadores y progenitores. Y a lo largo del texto, y en
su parte principal, que es sin duda la que trata del descenso a Xibalbá de Hunahpú e
Ixbalanqué, la magia aparece una y otra vez, es el arma de que se valen los gemelos
para vencer a las potencias del reino inferior. No hay en el texto quiché batallas
semejantes a las que se encuentran en otros mitos fundacionales del Viejo Mundo,
no hay lanzas ni escudos, ni soldados, solamente la palabra y la voluntad, el poder
sobre la naturaleza y sobre las fuerzas y las entidades invisibles. Como han señalado
algunos autores (por ejemplo Widengren 1976: 7) es característico de la magia
que se presente con formas exteriores tomadas de la religión, de hecho la religión y
la magia suelen existir siempre mezcladas y resulta difícil comprobar si los actos o
las actitudes son de una u otra clase. En el caso de los mayas la abundancia documental
de plegarias y conjuros, procedentes de los dos ámbitos, en la época tardíacolonial
arroja una luz complementaria sobre esta situación. Aunque Baudez no
desee tomar referencias etnohistóricas para sus conclusiones sobre el período
Clásico, la relación entre esos textos y algunas escenas de los vasos policromados,
sobre todo en torno a las figuras de los gemelos divinos, permite hacer general la
afirmación de la enorme importancia para los mayas de aquellos procedimientos a
través de los cuales el hombre trata de controlar o hacerse dueño de su destino sin
resignarse a la mera demanda ante los dioses.
13. Las voces de los antepasados
A medida que la investigación profundiza en varios aspectos de la iconografía se
va haciendo más evidente la enorme importancia de los muertos en el pensamiento
religioso maya. No es nada extraordinario, lo mismo sucedía en Egipto o entre los
incas, y en otras muchas culturas de la antigüedad, las hay incluso que, como en
China, han colocado el culto a los antepasados en el eje de las creencias y de la conducta
ritual. Parece natural, entonces, que se desarrollara una técnica para conocer
el destino de los difuntos, para pedirles pronósticos, para entender su voluntad en lo
que respecta a los asuntos de los vivos, muy especialmente en los programas dinásticos,
y para poderse comunicar con ellos de la mejor manera posible. Los dicciona-
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rios definen nigromancia como el arte de evocar a los muertos para saber a través de
ellos el futuro o las cosas ocultas. Ya decía Bernardino de Sahagún (1975) que las
gentes del altiplano mexicano eran grandes nigrománticos, aunque él se refería sobre
todo a los hechiceros que hacían pactos con el demonio, es decir, con el señor de los
habitantes del inframundo, el más ilustre de todos los muertos (puesto que morir es
antes una condición o un estado, que se traduce en la dimensión que se ocupa en el
cosmos y en los vínculos que se establecen con determinadas potencias, y no una
situación estrictamente biológica); por eso era nigromántico Tezcatlipoca, y hasta
Quetzalcóatl. Consecuentemente, es la dualidad entre las dos esferas cósmicas lo
que permite clasificar a los muertos como habitantes del mundo subterráneo, y es
precisamente esa oposición la que protagoniza los mitos de creación, pues es la
unión de los contrarios, de lo que debe estar separado, la formalidad inexcusable
para que surja el universo, la vida y el hombre.
Yo no estoy plenamente de acuerdo con la opinión de Baudez de que no existe una
rotunda oposición entre cielo y tierra en el pensamiento cosmológico maya (Baudez
2002: 268). Dada la importancia del sol como elemento ordenador del cosmos todo,
el sol del día se opone lógicamente al sol de la noche, y las vías por donde ambos se
mueven y los lugares que las jalonan, con sus singulares cualidades, se deben oponer
igualmente entre sí. Sin embargo, no veo por qué el sol nocturno debe ser considerado
como el elemento seco, muerto y estéril de la dualidad, frente a una tierra
cauac húmeda, viva y fértil. La sequedad en el área maya está determinada por el
aparente recorrido anual del sol; cuando está en el norte es temporada de lluvias y
cuando está en el sur de secas, ¿sería entonces equivalente el monstruo ctónico
cauac al sol en el trópico de Cáncer, o tendría alguna especial relación con él?
Tampoco creo que los antepasados se encuentren permanentemente en el cielo,
donde dice nuestro citado autor que residen (Baudez 2002: 268). Aunque se representen
en lo alto de las estelas, los antepasados son muertos y deben estar —al
menos temporal o cíclicamente— en el reino de los difuntos (eso sin tener en cuenta
que, muy probablemente, al igual que sucede en el África negra, y según la creencia
de que el espíritu es una energía que se puede fijar en la materia, los espíritus
de los antepasados mayas habitaban accidentalmente en esculturas realizadas a propósito
para recibir culto y beneficiar a las comunidades). Por eso los nigromantes
mesoamericanos usaban los espejos de obsidiana, canal de comunicación con el país
oscuro (véase Rivera 1999), y por eso los reyes mayas se relacionaban con sus
ancestros mirando esos espejos, ingiriendo drogas alucinatorias, entrando en las cuevas,
o en los templos-montaña, o en los cenotes, como hizo Hunac Ceel en Chichén
Itzá. Los antepasados de los miembros de los linajes gobernantes eran seres solarizados
que, tal vez, como en el antiguo Egipto, seguían el camino del sol en su periplo
diario arriba y abajo. Eso es lo que los aztecas creían que sucedía con los guerreros
muertos en el combate o en la piedra de los sacrificios (Graulich 1987: 252).
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14. Los sacerdotes invisibles
Casi veinte años después de haber escrito las palabras que siguen, creo que aún
reflejan bastante bien la realidad: «Resulta muy difícil, si no imposible, distinguir las
figuras de los sacerdotes en las representaciones artísticas del período Clásico»
(Rivera 1986a: 206). Ya he mencionado este problema más arriba. En ausencia de
textos explícitos, la iconografía o el registro arqueológico se muestran insuficientes
para darnos siquiera una idea general de las características del estamento clerical a
lo largo del primer milenio de nuestra Era. De manera que, hasta que no surjan nuevos
descubrimientos, sólo quedan dos caminos: reconocer que el orden sacerdotal
era insignificante, poco numeroso, invertebrado, y que la tarea principal de los ritos
recaía sobre los hombros de la nobleza maya de las ciudades —lo que se resume en
la doble, o triple, cualidad y función para las elites, por ejemplo, sacerdote, escriba
e intendente de los tributos para un pariente segundón del propio monarca—, o bien,
subrayando lo que parece habitual en las sociedades complejas de otras partes del
mundo antiguo, aceptar provisionalmente las descripciones de los cronistas hispanos
para los practicadores religiosos de finales del Postclásico y extrapolarlas varios
siglos atrás. De lo que no cabe duda es de que el arte clásico no se preocupó de retratar
a los sacerdotes —a no ser, claro, que nosotros no hayamos sabido interpretar los
iconos pertinentes—, lo que implica que ese oficio particular y especializado, desde
luego existente, no tuvo una singular relevancia política y religiosa.
Mi opinión, pues, consta de tres partes: en primer lugar, el grueso del clero maya
estaba constituido por personas procedentes de los linajes no reales; en segundo
lugar, las ceremonias de mayor calado político y social eran protagonizadas por
nobles de alto rango, probablemente del linaje real, encabezados a menudo por el
mismo ahau; finalmente, la proyección simbólica y didáctica del arte maya impuso
que las representaciones personales se ciñeran preferentemente a los contenidos
relacionados con el gobierno y con el papel cosmológico de los gobernantes.
La iconología clásica maya es mucho más reducida en temas que la del antiguo
Egipto, por ejemplo. Los distintos soportes parece que se especializaron ya en época
temprana, la piedra para los acontecimientos dinásticos, la arcilla para las imágenes
mitológicas, el papel para los vaticinios y las circunstancias astronómico-calendáricas.
No hay escenas de la vida cotidiana fuera de algunos episodios cortesanos de
marcada significación. Y la actividad normal de los sacerdotes debe incluirse en esa
vida cotidiana que llenaba de festejos los centros ceremoniales de las ciudades. La
epigrafía no ha propuesto todavía, hasta donde yo sé, un título para el sumo sacerdote
de los reinos clásicos, equivalente al sajal, por ejemplo, y los términos relacionados
con el clero son prácticamente inexistentes en las inscripciones. De modo que
es imperioso admitir que en las Tierras Bajas mayas la práctica oficial de la religión,
y la realización de los ritos oportunos, obedecía a otras reglas distintas de las comunes
en los estados antiguos en lo tocante a la organización sacerdotal y su ascendiente
social.
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15. El ritual de la palabra
Baudez no dedica el suficiente espacio en su libro a este importante tema, probablemente
porque no afecta, al menos de manera directa, a la cuestión de la naturaleza
de la religión clásica. En efecto, no hay pruebas de la literatura oral religiosa hasta
bien entrado el Postclásico, y siempre a través de los testimonios de la época colonial.
No obstante, es tal la abundancia, y tanta la significación, de estos materiales
en la religión popular de los mayas de los últimos cinco siglos, que no cabe la duda
respecto a su análoga magnitud en los casi dos milenios anteriores. No hace falta
citar recopilaciones tan consistentes como el Ritual de los Bacabes o el Libro del
Judío para hacerse una idea de ese valor, basta con ojear los informes de los etnógrafos
(por ejemplo, el estudio de Pitarch 1996: 169-179), donde no faltan menciones
a la «verdad» de los relatos tradicionales, a la importancia de las palabras curativas,
o de los conjuros contra los diferentes males. La plegaria, por otra parte, está
presente en las ceremonias, los ritos, la vida religiosa toda, constantemente, hay plegarias
en los grandes relatos mitológicos como el Popol Vuh, en las colecciones de
poemas o canciones como los Cantares de Dzitbalché, y más recientemente en la
actividad diaria de los lacandones, los tzeltales o los quichés y otros pueblos del altiplano
de Guatemala, por hablar solamente de los lugares en donde se han conservado
las fórmulas antiguas, pero es que entre los yucatecos más aculturados la oración
sigue siendo el protocolo cotidiano en la relación con el mundo, sea éste perceptible
o sobrenatural.
Y precisamente porque el mundo es a menudo un lugar aterrador, los seres humanos
han creado en los cuentos y las leyendas universos alternativos, donde la lógica
inversa a la de uso común era un mecanismo liberador que hacía nacer esperanzas.
Las religiones que enseñaban que la auténtica liberación se producía después de la
muerte, facilitaron la equiparación entre el espacio de los relatos y el más allá; por
eso a veces al cuento se llega mediante el sueño, pues el sueño es como la muerte,
o penetrando en una profunda caverna, o cayendo en un pozo o en una barranca, o
atravesando un espejo.
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